El oligopolio
El poder de los estudios se materializó en el mismo momento en que el cine mudo pasó de pequeños cortometrajes bastante baratos al formato de largometrajes con una mayor producción detrás. Superestrellas como Charles Chaplin habían gozado de independencia creativa y se había creado un nombre mediante los cortos que había hecho, pero aquella era una situación que no podía perdurar.
Mientras avanzaba la década de 1910, los actores y directores empezaron a ser considerados meras herramientas por los ejecutivos. Algunos de éstos se revelaron, aunque no todos consiguieron liberarse del yugo. El mejor ejemplo se produjo en 1919, cuando unieron fuerzas cuatro de las mayores estrellas del cine de su tiempo: el director D. W. Griffith, la pareja formada por Mary Pickford y Douglas Fairbanks, y Chaplin, amigo de éstos. Estas cuatro estrellas crearon la empresa United Artists, un híbrido entre estudio y distribuidora cuyo propósito principal era ayudar a los artistas a tener mayor poder de decisión, pero para que el invento funcionara se requirió de las más influyentes superestrellas del momento, que de todas formas no lo tuvieron nada fácil y antes de 1948, año en el que se considera que desaparece el sistema de estudios, nunca pasaron del papel de segundones. Otros muchos actores y directores no saldrían nunca de la disciplina del studio system, sobre todo cuando los estudios aprendieron que lo mejor para eliminar la rebelión era facilitar que sus estrellas llevasen una vida privilegiada con dinero, caprichos, fiestas, sexo y una aureola de iconos de la que no gozaba nadie más en el mundo.
Ese poder de los estudios no dejó de augmentar durante los años veinte, hasta que se estableció un oligopolio que amenazaba con ahogar a todos los demás agentes de la industria cinematográfica. Un ejemplo muy claro de lo que sucedía era el circuito de cines de Detroit. A principio de los años veinte casi todas las salas de cine de la ciudad pertenecían a pequeños y medianos exhibidores, asociados en una cooperativa llamada Booking Office, con la que intentaban defender sus intereses frente a la creciente presión de los estudios para imponer condiciones de distribución cada vez más duras. Cooperativas similares surgieron en muchas ciudades del país, con la principal meta de erradicar la práctica del block booking, algo así como «reserva en bloque» y que era una especie de chantaje comercial al que los grandes estudios sometían a los exhibidores. Funcionaba de la siguiente manera: si tenias una sala de cine y querías atraer al público proyectando alguna buena película de un gran estudio, debías adquirir también una película mala el mismo estudio y proyectarla en doble sesión. Te gustara o no. Al principio, el block booking consistía en estas dobles sesiones, pero cuando los grandes estudios aumentaron su influencia empezaron a imponer la venta anticipada de paquetes anuales que las salas compraban, incluyendo abundantes cantidades de morralla de baja calidad que tanto exhibitores como público debían tragarse. Así que, cuando empezaron a crecer las cooperativas para defenderse de este hecho, la respuesta de los grandes estudios fue tajante. Empezaron a comprar las salas de cine para que ya nadie les discutiese lo que se debía o no proyectar. En Detroit casi todos los cines de la ciudad fueron comprados por el fundador de Paramount Pictures, Adolph Zukor, quien los agrupó bajo el engañoso nombre de United Detroit Theatres, un nombre que sonaba a monopolio. El poder de Zukor sobre el negocio de la exhibición en la ciudad se volvió casi absoluto. Hubo salas que no consiguió comprar, las cuales formaron una nueva cooperativa para hacer frente al vendaval, pero seguían necesitando las películas de los estudios para continuar abiertas y atraer espectadores, así que incluso estos últimos rebeldes terminaron rindiéndose a mediados de los años treinta, cuando firmaron un acuerdo que, al final, también subyugaba a las salas independientes a los deseos de Zukor. De esta manera, Paramount ejercía un monopolio regional de facto y Zukor se ganó el sonoro sobrenombre de «el Napoleón de las películas«. En todo el país se producían casos parecidos y varios grandes estudios se repartían la tarta de los locales de proyección en las grandes ciudades. El oligopolio terminó estrangulando al circuito de salas e impidiendo una competencia efectiva.
Conforme crecía el dominio de los estudios, las salas de cine dejaron de discutir los contenidos, porque estaban obligadas a cualquier cosa. Y claro, esta ausencia de poder de decisión en los compradores afectaba considerablemente a las calidad de las películas. Hoy en día sólo recordamos las obras más brillantes de aquellos tiempos, que las hubo y muchas, sí, porque Hollywood concentraba casi todo el talento creativo del cine del mundo, pero también se producían mucha basura de muy baja calidad. Aunque es imposible de calcular, se diría que el cine de los años treinta y cuarenta era, como promedio, inferior a los años setenta. En los setenta ya no existía el sistema de estudios y los distribuidores tenían la competencia feroz de la televisión. Además debían convencer a las salas para que proyectasen sus películas, no podían imponerlas, por lo que la necesidad de intentar rodar buenas películas era mucho mayor. Pero en los años veinte y treinta era tan malo el estado del cine que incluso algunos jefazos de estudios se sentían incómodos con la situación. Como ejemplo, W. W. Hodkinson, que había sido fundador de Paramount, ya advertía en 1923 que la calidad de las películas iba a sufrir si permanecía el sistema de estudios. De hecho, en 1929 el propio Hodkinson terminaría abandonando el negocio del espectáculo para meterse en la industria aeronáutica.
Pensando, podemos llegar a la conclusión de que hay películas de los treinta y cuarenta que son maravillosas. Cosa que es cierta, pero que no se contradice con lo que acabamos de explicar. Los estudios, todo y el poder que tenían, seguían teniendo que producir algunas películas buenas al año, por la razón de que debían captar la atención del público. Por más que los exhibidores fuesen clientes cautivos y por más que muchas salas perteneciesen a los propios estudios, estos seguían compitiendo entre sí. Además, esas producciones importantes también debían aspirar a premios y críticas elogiosas, una publicidad espléndida que además servía para mantener alto el prestigio de cada estudio. Por ello, para estas películas insignia reservaban lo mejor de su arsenal: los guionistas más ocurrentes, los directores más brillantes, los intérpretes más famosos, los mejores decorados, los más reputados compositores, etc. No se les daba libertad, pero al menos añadían su saber hacer al método tan industrializado de aquel Hollywood.

Como los estudios se ocupaban de la producción desde el primer paso hasta el último y trabajaban con plantillas bajo contrato, se produjo un fenómeno muy peculiar: la especialización. Cada gran estudio era conocido por un estilo propio. Paramount apuntaba a un entretenimiento masivo con las superproducciones a lo bestia de Cecil B. DeMille, pero también producían comedias ingeniosas al estilo de los Hermanos Marx. La Metro, que era la compañía más exitosa, se especializaba en películas marcadas por el glamour y muchas ínfulas burguesas, que permitían a la gente evadirse de la cruda realidad cotidiana gracias a figuras intocables como Greta Garbo, Clark Gable, Hedy Lamarr o Joan Crawford. La Warner, en cambio, prefería apuntar a un público más políticamente consciente con un cine más realista y figuras capaces de salirse del estereotipo de estrella inmaculada para interpretar a seres proletarios de carne y hueso, como Humphrey Bogart, Bette Davis y James Cagney, además de las desenfadadas aventuras de Errol Flynn. La Fox recurría a valores americanos más conservadores con los wésterns de John Ford y las honestas figuras de autoridad moral interpretadas por Henry Fonda o Robert Mitchum. Cada una de las cinco majors, pues, demostraba una personalidad única. Pero también tenían algo en común: dentro de la oferta anual de todas ellas había un buen número de películas nefastas de bajo presupuesto, cortometrajes para niños o seriales de aventuras por capítulos que las salas de cine debían encasquetar en sus carteles.
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En aquel Hollywood feroz habían también estudios medianos o pequeños, así como productores independientes. Los estudios medianos como Columbia, Universal o United Artists intentaban hacerle la guerra a los grandes, pero se veían cada vez más arrinconados porque no tenían tanto dinero como para entrar en la guerra de compra de salas. Irónicamente, estos tres estudios imitaban alguna de las malas prácticas de sus hermanos mayores, como el block booking, así que, pese a sus legítimas quejas sobre la situación, tampoco estaban completamente libres de culpa. Por otra parte, estaban los estudios pequeños de la llamada Poverty Row, especializados en serie B y cine de género barato (Monogram, Republic, etc,), que a veces producían en gran cantidad, Monogram por ejemplo podían llegar a producir más de una treintena de películas al año, y también había productores independientes como David O. Selznick, Samuel Goldwyn y Walt Disney, que todavía no era el gigante que es hoy en día. Todos estos agentes más pequeños se resignaban a aceptar las duras exigencias de los grandes estudios, proporcionándoles material para completar la oferta anual. Los estudios pequeños y los productores independientes que intentaban ir por libre solían terminar sucumbiendo a la carencia de un sistema propio de distribución. Algunos desaparecieron porque no podían meter sus películas en los cines comprados por la competencia. Como se ve, en aquellos tiempos había dos maneras de hacer cine en Hollywood: malviviendo casi como subcontratas de los grandes estudios o intentando ir contra ellos…y a veces muriendo en el intento.

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