El studio system, que duró décadas, era básicamente ilegal. Los grandes estudios se estructuraban como «empresas verticales», es decir, negocios que dominaban toda la cadena de producción de su sector, cosa que estaba prohibida por la ley. La causa de cómo pudieron mantener durante tanto tiempo semejante estructura se debió a una combinación de factores y una confusión legal.
Por aquellos entonces, la legislación norteamericana tenía una variada selección de normas contra los monopolios, las llamadas leyes antitrust, que pretendían evitar la concentración de poder económico de cualquier sector en unas pocas manos. La Ley Sherman de 1890 prohibía actividades empresariales que dañasen la competencia y el interés de los consumidores, lo cual por supuesto incluía los oligopolios. La Ley Clayton de 1914 regulaba de manera todavía más dura los acuerdos y fusiones entre distintas empresas, práctica común entre los grandes estudios. La Ley Federal de Comercio, también de 1914, iba más lejos y señalaba como ilegal cualquier práctica comercial que la Administración considerase injusta para la competencia.

Todo ese cuerpo legal difícilmente podía ser ignorado, y de hecho los problemas se remontaban casi a los propios inicios de la industria, cuando la Comisión Federal de Comercio (FTC) declaró que el block booking violaba la competencia e intentó acabar con las malas prácticas. La ofensiva legal cogió fuerza en 1921 y en 1923 se abrió un caso contra Paramount. Varios peces gordos testificaron, entre ellos Samuel Goldwyn, que había tenido que abandonar su cargo en Paramount por las presiones del tiburón Adolph Zukor, quien tras una fusión había dominado la empresa en solitario planteando un ultimátum al consejo («O se va Goldwyn o me voy yo»). Tras marcharse, Goldwyn se había convertido en productor independiente, pero afirmaba que le resultaba «muy difícil conseguir que mis películas sean exhibidas» porque muchos cines pertenecían a Paramount. Incluso, un ejecutivo que todavía estaba en Paramount, Harris Connick, padeció un ataque de sinceridad y confirmó que el plan de Zukor consistía en «adquirir cierto número de teatros en ciudades clave para que sus películas sean exhibidas sin falta en los cines de estreno» y que su intención era la de establecer un monopolio. Después de aquellos testimonios, y otros, había poco que hacer para las empresas con ansias de monopolio. En 1928 la propia FTC llevó a los tribunales a los que entonces ya eran los nueve principales estudios de Hollywood. La acusación salió triunfante y los estudios fueron declarados culpables… pero se produjo el desastre bursátil de 1929 y la economía empezó a hundirse a un ritmo de vértigo. De repente, el Gobierno estadounidense entendió que el cine era una necesaria válvula de escape para una población empobrecida y la Administración firmó unos controvertidos acuerdos que en la práctica anulaban la sentencia de 1928. Así, pese a que un juez había declarado ilegal el oligopolio, las majors volvieron a reinar durante los años treinta como si nada hubiera pasado.
En 1938 se dio el primer año realmente malo para el sistema, porque coincidieron tres circunstancias. Una, que la taquilla flojeó y la crítica se mostró muy decepcionada con el nivel de las películas. El segundo golpe se produjo a manos del individuo más insospechado: Walt Disney. Su entonces inaudita ocurrencia de rodar un costoso largometraje animado con altísimos valores de producción, «Blancanieves y los siete enanitos«, sacudió la industria por completo. Aunque en realidad estaba distribuida por RKO, la película sirvió para ensalzar a los independientes frente al sistema, porque no solamente fue un éxito enorme, batiendo todas las marcas del cine sonoro hasta entonces y superando con mucho a todas las competidoras de aquel año, sino que era una gran película. La prensa especializada, harta de los estudios, aprovechó para ensalzar a Disney por su apuesta individual hacia la calidad, tanto que se le terminó concediendo un Óscar honorífico un año después de que se hubiese nominado la banda sonora de Blancanieves, por lo que Disney ¡fue reconocido en dos ceremonias distintas de los Óscar por una misma película! De repente, los estudios vieron empequeñecido su prestigio. Un productor independiente había realizado una película de dibujos animados que, tanto en calidad como en éxito, había humillado a los grandes.

Los Estados Unidos contra Paramount Pictures
El tercer golpe llegó de la mano de Thurman Arnold, asistente del fiscal general de los Estados Unidos y equivalente en el mundo empresarial de lo que Elliot Ness había sido para el crimen organizado. Era un tipo honrado y absolutamente implacable que no se detenía ante nadie, por poderoso que este fuera. Excombatiente de la I Guerra Mundial y licenciado en leyes por Harvard, consiguió ser alcalde de su ciudad natal por el Partido Demócrata y ya era una figura con un expediente impecable cuando en 1938 dio el gran salto a nivel nacional. Se le puso a cargo de la sección antitrust del Departamento de Justicia. Y, bueno, Arnold no perdió el tiempo. Tan pronto se sentó en su despacho, empezó a llevar ante los tribunales a todo monopolio que tuviese a la vista, y trabajando en ello con una furia insólita (es la ventaja del sistema judicial estadounidense, que un solo fiscal motivado puede liarla muy parda ante poderes que antes parecían intocables). Durante los seis años que estuvo como fiscal antitrust se anotó victorias épicas, doblegando a las industrias petrolera, médica, alimentaria, química y de la construcción. También célebre fue su asalto al oligopolio de Hollywood. Apenas meses después de su llegada al cargo, Arnold redactó un informe de ciento diecinueve páginas repleto de quejas pronunciadas por productores independientes, exhibidores e incluso representantes del público. Muy astutamente, en el informe renunció a la jerga legal con la que suelen rodearse los profesionales del derecho, hasta el punto de que los abogados que representaban a Hollywood le acusaban de haber usado deliberadamente «jerga comercial». Pero como su informe planteaba la situación mediante lenguaje meridianamente claro, que podía ser reproducido por la prensa y fácilmente entendido por el público, su causa recabó muchas simpatías. Llevó a ocho estudios ante los tribunales (aunque el caso se conoce generalmente como «Los Estados Unidos contra Paramount Pictures»). Para cualquier observador externo, el fiscal Arnold tenía ganado el caso de antemano. Parecía que los estudios tendrían que eliminar sus malas prácticas y además vender las salas de cine que poseían. ¿El problema? Que el juicio se retrasó hasta 1940 y para entonces la situación política internacional lo había cambiado todo.

Los estudios volvieron a salirse con la suya. No solamente superaron la crisis de 1938 cuando en 1939 reaccionaron al golpe de Blancanieves, produciéndose el que para muchos fue el año prodigioso del sistema de estudios, con grandes películas y muy buenas taquillas. Además estalló la Segunda Guerra Mundial, y aunque los Estados Unidos no eran beligerantes, sus países amigos sí lo eran y el Eje ya era considerado un enemigo potencial. Washington volvió a considerar el cine como una importante arma de propaganda; de nuevo había que tratar con mimo a los grandes estudios. Así que, cuando en 1940 se produjo el anunciado juicio, la cosa se desinfló: tras dos semanas de vistas preliminares en el tribunal, la Administración Roosevelt dictó un «decreto de consentimiento», lo que en cristiano significa que llegaba a un acuerdo con los estudios cinematográficos y por lo tanto se suspendía el juicio. El decreto limitaba, pero no eliminaba, la práctica del block booking (de paquetes anuales se pasaba a paquetes de cinco películas que podrían ser evaluadas de antemano por los exhibidores), pero no obligaba a que los estudios vendiesen sus cines. Se les conminaba a no continuar comprando salas «sin autorización gubernamental», lo cual quería decir que «podéis seguir monopolizando la red de exhibidores mientras no os digamos nada». Condiciones blandas para cuyo cumplimiento, además, se concedía un periodo de gracia de tres años. Esto echaba por tierra el trabajo previo de Thurman Arnold.
Es más, en 1943, al terminar el periodo de gracia, los estudios no habían cumplido ni una sola de las condiciones de la sentencia. Pero el caso no se reabrió porque los Estados Unidos ya estaban en guerra, lo cual significaba que la visión de Hollywood como recurso propagandístico había tomado carácter oficial. Washington decidió olvidar por completo el «decreto de consentimiento» y los estudios volvieron a hacer lo que les daba la gana sin restricción alguna. ¿Y el fiscal Arnold? Como el esfuerzo bélico requería de la colaboración de todo el tejido económico estadounidense, incluyendo las empresas con ansias de monopolio en cualquier sector, la política antitrust empezó a ser dejada de lado. El combativo Thurman Arnold, que pese a la guerra seguía sin estar dispuesto a ceder ante los poderes económicos, se convirtió en una figura incómoda. Fue discretamente depuesto en 1943, y se le aparcó en un tribunal menor de apelaciones. Así, un hombre que tenía madera de fiscal general o incluso de secretario de Justicia terminó ocupándose de asuntos locales. Decepcionado, abandonó el cargo después de solamente dos años y decidió dedicarse a la práctica privada de la abogacía. Así, el mayor defensor de los consumidores frente a los monopolios quedó apartado de la política; era demasiado honesto. Puede que las películas de aquella época hablasen de Adolf Hitler y los japoneses como el enemigo, pero no deja de ser irónico que hubiesen sido ellos quienes les salvasen el pellejo a los grandes estudios. Hasta 1945 nadie tosió a los estudios. El pez grande se comía el mediano, y el mediano al pequeño. Los Cinco Grandes estaban ganando más dinero que nunca.
El suicidio de Hitler y la derrota final de Japón fueron malas noticias para los grandes estudios. Acabada la guerra, Washington ya no tenía motivos para seguir consintiendo sus caprichos. Los productores medianos o independientes seguían peleando por acabar con el sistema, pero esta vez empezaron a conseguir resultados. Varios de ellos se asociaron para que el caso volviese a los tribunales y formaron la SIMPP, donde militarían Chaplin, Mary Pickford, Samuel Goldwyn, David O. Selznick y un joven Orson Welles. Un tribunal de Nueva York retomó el asunto ante el hecho evidente de que el «decreto de consentimiento» continuaba sin ser cumplido. Para colmo, algunos nuevos agentes de la industria veían con buenos ojos el proceso judicial. El excéntrico magnate y productor independiente Howard Hughes llevaba años deseoso de hacerse con el control de RKO, uno de los Cinco Grandes. Hughes pensaba que una sentencia contraria al oligopolio le haría más fácil comprar RKO, así que apoyaba con entusiasmo la posibilidad de una apelación. A esto se le llama «visión de futuro»: quería comprar una empresa aprovechándose de una posible sentencia contraria a los intereses de esa misma empresa. Vaya individuo.

Al final, el juicio se celebró en 1946 y los tres jueces implicados dictaron una sentencia sorprendente que no gustó a nadie: se declaraba ilícito el block booking, pero se permitía que los estudios continuasen teniendo una estructura vertical, incluyendo la posesión de salas de cine. En realidad, por más que les fastidiase la condena del block booking, se trataba de una nueva victoria del sistema de estudios… pero esta vez hablamos de una victoria pírrica. La acusación apeló. El asunto llegó al Tribunal Supremo en 1948. Siete estudios estaban acusados: Paramount, MGM, Fox, Warner, RKO, Universal y Columbia. El dictamen del Supremo resultó devastador: todos los estudios debían vender las salas de cine que poseían, porque producir películas y «vendérselas» a salas propias era una práctica monopolística. El 3 de mayo de 1948, fecha de la sentencia, quedaría marcado como el principio del fin del sistema de estudios y del lento pero inevitable declive del Hollywood clásico. La primera consecuencia fue que ahora había mucha más competencia para colar las películas en los cines, por lo que subieron los estándares de calidad (resulta paradójico, pero la última etapa del Hollywood clásico produjo grandes películas por las mismas razones que terminarían llevando a su decadencia). Y claro, elevar la calidad significaba elevar los valores de producción, por lo que de repente era mucho más caro producir un largometraje competitivo. La progresiva eliminación de la censura también perjudicó a los grandes. En 1952, otro juzgado dictaminó que censurar una película iba en contra de la «sagrada libertad de expresión», por lo que el famoso código Hays de censura empezó a perder vigencia. Esta sentencia, conocida como «la Decisión Milagrosa», permitió que pequeños productores empezasen a atraer a su propio público usando armas que para los grandes estudios todavía resultaban impensables, como el desnudo o la violencia. Esto tardó unos pocos años en hacerse notar porque todavía coleaba la fiebre anticomunista del infame senador McCarthy y cualquier indicio de liberalidad era considerado inmoral y, por tanto, «antiamericano». Pero en 1954 McCarthy cayó en desgracia por llevar su inquisición anticomunista demasiado lejos (afirmó que había rojos en la justicia y en el gabinete de la Casa Blanca, lo cual era ya pasarse de la raya). El maléfico senador no pudo superar la pérdida de su poder, entregándose al alcohol y muriendo en 1957. Para 1958 la desnudez ya había regresado a la gran pantalla: los «documentales» sobre nudistas empezaron a proliferar como setas y un tal Russ Meyer estrenó su primer largometraje intelectual dedicado a su temática favorita: las tetas grandes. Esos productos se ganaban su público porque ni el cine de los grandes estudios ni la televisión se atrevían a tanto. Además, empezaron a proyectarse muchas más películas europeas, con lo que los espectadores americanos más exigentes descubrían que había todo un cine distinto más allá de Tinseltown. A toda esta nueva competencia había que sumar, por descontado, el auge de la televisión, por la que el cine perdió un enorme porcentaje de espectadores que nunca ha vuelto a recuperar. En resumen: películas más caras, mucha más competencia y mucho menos público eran el nuevo entorno en el que sobrevivir.
Los estudios medianos se adaptaron bien a ese entorno porque no arrastraban una estructura tan costosa y nunca habían disfrutado de la ventaja de poseer cadenas de salas, así que notaron poco cambio. Siendo empresas más flexibles, estaban mucho mejor preparadas para experimentar y ofrecer un cine diferente. La United Artists, por ejemplo, empezó a florecer más que nunca mientras los Cinco Grandes se agrietaban bajo su propio peso. El sistema de estudios se desmoronó, porque ya no resultaba posible mantener en pie aquellas taifas absolutistas. Los que sobrevivieron lo hicieron a costa de sudor y lágrimas. Tuvieron que cambiar sus políticas por completo. Uno de los grandes llegó incluso a sucumbir: RKO Pictures. Después de sufrir el paso del delirante Howard Hughes, la RKO perdió poder competitivo. En 1957 produjo sus últimas películas, pero era ya incapaz de distribuirlas por sus propios medios, así que fueron otros quienes las llevaron a las salas a lo largo de los tres siguientes años. El estudio RKO fue disuelto legalmente en 1960, aunque en los años setenta la marca sería resucitada para aprovechar su aureola de clásico.

Los que sí sobrevivieron tuvieron que resignarse a que su poder sobre cada película empezaba a desaparecer porque los exhibidores y el público tenían mayor capacidad de elección. La calidad y la novedad eran factores determinantes en el nuevo cine. La nueva tendencia de producir menos películas pero más cuidadas favoreció que los actores taquilleros y los directores prestigiosos fuesen ganando voz y voto. El concepto europeo de «cine de autor» se empezó a trasladar a Hollywood. Siempre hubo cineastas extranjeros adoptados por Hollywood, cierto, pero antes habían tenido que doblegar su estilo a las exigencias del estudio. Bajo las nuevas circunstancias, creadores foráneos afincados en Hollywood como Alfred Hitchcock o Billy Wilder empezaron a expresar su personalidad de manera todavía más marcada, demostrando que su bagaje europeo todavía daba mucho de sí y los distinguía de entre quienes solamente habían trabajado para los grandes estudios americanos. Los cineastas nativos de Estados Unidos aprendieron la lección y la nueva hornada de directores estadounidenses que anteponían sus necesidades creativas a cualquier otra cosa alcanzó su apogeo durante los años sesenta y setenta, con los Kubrick, Coppola, Scorsese, Spielberg, Allen, Peckinpah, Polanski (aunque este de origen polaco y nacionalidad francesa), De Palma, Pakula, Scott, Pollack, etc. Estos directores no eran necesariamente más talentosos que sus predecesores, pero sí disponían de mayor libertad y por lo tanto de mayor capacidad de impacto entre las nuevas generaciones. Es más, sin esa libertad creativa no hubiese surgido algo que hoy nos parece tan representativo de lo establecido como la saga «Star Wars«, cuya producción (y no hablo solo de efectos especiales) hubiese resultado impensable en los años cuarenta, salvo como artefacto barato de serie B para rellenar sesiones matinales. Hoy cualquier director, guionista o actor puede elegir para quién trabaja y en qué película participa —siempre que tenga ofertas, claro— y puede incluso aportar ideas. Si el cine actual ha perdido calidad durante los últimos años se debe a que la televisión se está llevando las mejores ideas y las mentes más creativas, pero desde el punto de vista de estructura industrial nada impide que surja otro Kubrick. Y usted va a ver cualquier película sin que le hagan tragar una sesión doble con basura inclasificable. El precio, claro, es que ya no haya una Greta Garbo. Pero esto es cine, y nada en el cine es gratis.
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