Antecedentes
Cuando el director belga Harry Kümel (1940) prepara su emblemática película de vampiros «El rojo en los labios, 1971«, le dijo a la actriz principal, Delphine Seyrig, que intentaba parecerse a una estrella de Hollywood de la década de 1930, según él: «porque son más inmortales«.
Fue una astuta observación, ya que estrellas como Greta Garbo, Marlene Dietrich, Joan Crawford, Bette Davis, Vivien Leigh y Katharine Hepburn tienen una calidad atemporal que pocas actrices de las generaciones posteriores pudieron conseguir.

Pero les costó mucho obtener el apelativo de diosa. La Greta Garbo contratada por Louis B. Mayer a principios de la década de 1920 era una sueca veinteañera, con el pelo crispado y que apenas hablaba una palabra de inglés.
A pesar de ello, Garbo tenía un rostro precioso y enigmático que siempre resplandecía en los primeros planos, especialmente cuando filmaba William H. Daniels, que se convirtió en el «cámara de Garbo«, empezando con «El demonio y la carne, 1926), a la que siguieron veinte más, con la iluminación que más le favorecía en películas como «Romance, 1930» y «La Reina Cristina de suecia, 1933«.

Billy Wilder le comentó a Cameron Crowe (1957) que solía bromear con la Dietrich diciéndole que iluminara ella misma la escena. Después de sus películas con Josef von Sternberg, como «El expreso de Shanghai, 1932″, sabía tanto de iluminación como cualquier director o director de fotografía, y daba consejos a los propios directores, que se aseguraron de que su belleza no perdiera intensidad con el paso de los años.
No fue la única diosa de la pantalla en sacar partido a la tecnología. Merle Oberon, la actriz principal de «Cumbres borrascosas, 1939«, tuvo un grave accidente de tráfico en 1937 que le causó problemas en la piel. Sin embargo, su marido, el cámara Lucien Ballard, diseñó una luz especial (conocida con el nombre de «Obie«) que hacía que su belleza resaltara más que nunca en la pantalla.
Muchas veces se dice que las estrellas de la época muda tenían un cualidad etérea que cautivaba al público. Gloria Swanson lo expresó perfectamente cuando interpretó a una actriz en declive en «El crepúsculo de los dioses, 1950«. El director, Billy Wilder, comentó: «No necesitamos diálogos…teníamos caras«. Había, en efecto, algo trascendente en los primeros planos de las actrices del cine mudo como Garbo o Lillian Gish.
Algunos temían que estas diosas perdieran cierto destello en las películas sonoras al tener que hablar, algo que ocurrió en algunas de ellas. La carrera de Pola Negri quedó arruinada por su fuerte acento polaco, y la voz nasal de Norma Talmadge, con su acento típico de New Jersey, no le hizo tampoco ningún favor. Sin embargo, la llegada del sonido no afectó a ciertas actrices. Muchos escépticos estaban convencidos de que Garbo se hundiría en la nueva era.
Y demostró lo contrario al interpretar, de todos los personajes posibles, a una bebedora en «Anna Christie, 1930«. «Dame un whisky, ginger ale al lado. No seas tacaño«, fueron las primeras palabras que pronunció. El público encontró su acento europeo casi igual de atractivo que su físico. Las cualidades típicamente inglesas de Vivien Leigh fueron perfectas para la película de época como «Inglaterra en llamas, 1937«, y su acento británico no le impidió conseguir los papeles principales más buscados de la década, como, por ejemplo, la sureña Scarlett O’Hara en «Lo que el viento se llevó, 1939«.

Detrás del escenario, los departamentos de publicidad jugaron un papel importante en la creación de las diosas de la pantalla. A MGM, bajo el mandato del legendario Irving Thalberg, le gustaba decir que tenía más estrellas «de las que hay en el cielo«.
Estas estrellas estaban mimadas y muy bien pagadas, pero tenían poco control sobre su carrera. «Aconsejábamos a las estrellas qué decir, y hacían lo que decíamos porque reconocían que sabíamos lo que hacíamos«, dijo Howard Strickling, el directo de publicidad del estudio.
Las diosas de la pantalla estaban atrapadas en contratos draconianos. Strickling y su equipo controlaban cada aspecto de su vida, y ocultaban escándalos, falsificaban las firmas de las estrellas en fotografías publicitarias e incluso interferían en sus matrimonios.

Por supuesto, figuras como Garbo, Hepburn y Dietrich tenían demasiado carácter para aceptar que las mandaran. Hepburn recibió el apodo de «Katharine de la arrogancia» y las otros grandes actrices de la época eran igual de altivas.
Esto refleja la paradoja del sistema de estudios: las diosas de la pantalla eran muy importantes porque ayudaban a atraer al público y crear éxitos de taquilla durante la década de 1930. Al mismo tiempo, eran sólo empleadas con muy poco poder. Si una estrella era demasiado difícil o caprichosa, o su belleza se marchitaba, podían prescindir de sus servicios de un día para otro.
¿Y después qué? Como mostró «¿Qué fue de Baby Jane?, 1962«, el destino de las diosas de la pantalla olvidadas era más bien grotesco.