Antecedentes
El cine francés de la década de 1930 se asocia en especial con la figura emblemática de Jean Gabin y las películas realistas poéticas que se rodaron a principios de dicha época.
El origen de estas producciones se remonta al caos ocasionado por la introducción del sonido en el año 1929. Entonces, el cine era sobre todo conocido por sus innovaciones visuales y formales. Al principio de estas películas extraordinarias era la idea romántica del artista o autor como genio talentoso.
En París, la vanguardia, mayoritariamente inspirada por el surrealismo, creó un clima en el que no siempre predominaban las normas narrativas de Hollywood. Al principio, la industria francesa adoptó medidas proteccionistas, creyendo que el diálogo sincronizado haría imposible competir con Hollywood debido al inglés. Sin embargo, los dos estudios destacados, Pathé y Gaumont, se habían convertido en conglomerados débiles atrapados en una crisis económica importante, y, por tanto, en una situación difícil. Cuando en 1930 se firmó un acuerdo entre Estados Unidos y Alemania, Paramount creó el estudio de Joinville para intentar eclipsar el “teatro en lata“, o dicho de otra forma, copias francesas de éxitos de Hollywood.
Uno de los primeros en rodar con sonido fue René Clair (1898 – 1981). Su pericia en el uso del sonido y de la imagen dieron la impresión de que la transición de las películas mudas a las sonoras era algo fácil. Clair llenó sus elaborados filmes con imágenes que reflexionaban en cierto sentido sobre el origen del sonido, y, con un cariño especial, sobre la utilización de las canciones. Las grandes producciones de Sous les toits de Paris (Bajo los techos de París, 1930), Le million (El millón, 1931), A nous la liberté (Viva la libertad, 1931) y Quatorze Juillet (El catorce de julio, 1933) son películas ligeras que muestran en París antiguo, lleno de encanto, que alimentó la sed del público francés por el entretenimiento de ambiente nostálgico y que le propiciaron a su director fama internacional.

Con unos 4000 cines privados que equipar y un coste muy alto para conseguirlo, la transición al sonido fue más lenta en Francia que en los Países Bajos, Alemania o Reino Unido. Los propietarios de los cines franceses eran vulnerables a los tratos exclusivos de las grandes distribuidoras hollywoodienses. Pronto, una cuarta parte de los producciones proyectadas en Francia eran foráneas. Atrapados entre la UFA y los estudios de Hollywood, los productores franceses tenían que inventar, y muy rápido, un nuevo cine nacional, con un atractivo distintivo y popular. La solución fue importar a estrellas del teatro y del vodevil, así como los directores y dramaturgos con los que trabajaban para hacer melodramas y comedias militares que tenían la ventaja de ser ya apreciados como obras de teatro.
En la segunda mitad de la década, tan sólo unos diez directores eran responsables de más de una cuarta parte de los estrenos franceses entre 1936 y 1938. Más influencia que los directores tenían los personajes cómicos de Fernandel, George Milton y Charles-Joseph “Bach” Pasquier o actores populares como Raimu, Arletty, Harry Baur, Jules Berry, Michel Simon y Louis Jouvet, o incluso jóvenes actrices como Michèle Morgan y Annabella, que crearon la personalidad del cine francés.
El dramaturgo Marcel Pagnol (1895 – 1974) fue uno de los primeros conversos y, en 1934, construyó su propio estudio en su ciudad natal de Marsella. Inicialmente escribió guiones para sus éxitos en el teatro, aunque también escribió y dirigió la parte final de su trilogía de Marsella, César (1936), que capitalizó sobre el éxito de su obra Marius (1929). Las mejores películas que dirigió fueron las adaptaciones de las novelas de Jean Giono y se filmaron, por los menos en parte, en exteriores, que entonces se consideraba una decisión radical.
Jean Vigo (1905 – 1934) fue un desidente cinéfilo. Hizo películas muy personales, como su documental À propos de Nice (A proposito de Niza, 1930), que describe una ciudad perseguida por imágenes fantasmagóricas de la muerte. Su Zéro de conduite: juenes diables au collège (Cero en conducta, 1933), filmada cuando ya estaba enfermo de la tuberculosis que le mataría, es un retrato satírico de una internado, y fue prohibida. Ninguna de las películas tiene una duración de una hora, pero Vigo hizo un largometraje, L’Atalante (1934), que describe la luna de miel de una pareja recién casada en un barco y se convirtió en un hito en la historia del cine, al iniciar la escuela realista poética en el cine francés.
Vigo había muerto y la carrera de Guitry apenas había empezado cuando el cine francés se estanco a mediados de la década. Pathé y Gaumont casi quebraron y la producción francesa de Paramount se estancó. De un día para otro, el cine francés se convirtió en una industria casi camuflada, más dependiente todavía de los coproductores. La llegada de Hitler al poder en el año 1933 no detuvo este proceso; por ejemplo, el antifascista Jean Grémillon (1898 – 1959), cuyo fracaso La petite Lise (1930) fue un precursor del realismo poético, había trabajado desde Berlín. De hecho, con pocas excepciones, el cine francés de la década de 1930 ignoró en gran medida las luchas políticas que estallaron en las calles de París con los disturbios fascistas de 1934 y la más feliz manifestación del día nacional de 1935, que solidificó la alianza del frente popular socialista.
El «beneficio» de la guerra
Las políticas fascistas de Hitler facilitaron la pérdida en el cine alemán de gran parte de su talento autóctono, que había florecido en los últimos años con películas como Die 3-Groschen Oper (La comedia de la vida, 1931), de G. W. Pabst (1885 – 1967); M (M, el vampiro de Dusseldof, 1931), de Fritz Lang (1890 – 1976); y Liebelei (1933), de Max Ophüls (1902 – 1957). La mayoría de los mejores directores alemanes, incluidos Pabst, Lang, Ophüls, Douglas Sirk (1900 – 1987), Robert Siodmak (1900 – 1973) y Billy Wilder (1906 – 2002), pasaron una temporada, más o menos larga, en Francia, que quizás fue crucial para la mayor calidad del cine francés a partir de la segunda mitad de la década.
La escuela realista poética de dramas nocturnos sobre romances condenados ambientados en el universo de la clase trabajadora quizás empezó con La petite Lise, y la desarrolló Pierre Chenal (1904 – 1990), de origen belga, en La rue sans nom (1934). Sin embargo, con otro director de origen belga, el veterano Jaques Feyder (1885 – 1948), ayudado por el joven Marcel Carné, estableció nuevos criterios de calidad en Le grand jeu (El signo de la muerte, 1934), un drama romántico sobre un hombre (Pierre Richard-Willm) que se une a la legión extranjera francesa y se obsesiona con una mujer (Marie Bell) que es idéntica a la chica que dejó atrás.
El actor Jean Gabin representó la cara trágica del realismo poético. Al principio encontró fama en tres películas de Lulien Duvivier (1896 – 1967). En La bandera (1935), Gabin interpreta a un asesino que se une al “Tercio de extranjeros” de la legión española; en La belle équipe (1936) a un hombre desempleado que es uno de varios que han comprado un billete de lotería que ha salido premiado. Entre todos abren un restaurante, pero con poco éxito. En Pépé le Moko (1937), Gabin interpreta a un gángster que se esconde en una kasbah argelina, atraído hacia su siniestro destino por su amor por una turista parisina (Mireille Brain). Duvivier desarrolló su sentido de premonición en dos películas posteriores sobre el arrepentimiento. Un carnet de bal (1937), protagonizada de nuevo por Marie Belle en el papel de una viuda que busca a amantes del pasado, y La fin du jour (1939), que está ambienta en una residencia para actores jubilados. El fatalismo de estas películas reflejaba el ambiente de un país que vio ganar al frente popular (un frente radical de izquierdas) para, finalmente, perder un año más tarde.
Jean Renoir (1894 – 1979), en aquel momento ya un veterano, era un humanista con enseñanzas comunistas. El éxito le llegó con La chienne (La golfa, 1931), que describe la historia de un banquero (Michel Simon) que mata a su amante prostituta (Jaine Marèze) y deja que su proxeneta (George Flamant) sea incriminado. Sin embargo, son las películas de Renoir de mediados de la década las que forjaron su fama. En Le crime de Monsieur Lange (1936), cuyo guion fue preparado por el poeta izquierdista Jacques Prévert, unos trabajadores crean un cooperativa cuya existencia se ve amenazada por el regreso de su jefe sin escrúpulos, quien es asesinado. La grande illusion (La gran ilusión, 1937), protagonizada por Gabin y Erich Von Stroheim, crítica la Primera Guerra Mundial a través de la relación de tres prisioneros de guerra franceses y el comandante alemán de su campo de detención. La bête humaine (1938) está basada en una novela de Ëmile Zola sobre un crimen de pasión y, una vez más, Gabin interpreta al individuo condenado. Estas tres películas demostraron que Renoir era un maestro, aunque La règle du jeu (La regla del juego, 1939), que describe las historias y los juegos de los burgueses ricos y sus sirvientes, es su mejor trabajo de la década.

El más elegante representante del realismo poético fue Marcel Carné. Creó un vinculo importante con Prévert en Drôle de drame (Un drama singular) o L’étrange aventure du Docteur Molyneux (1937), un trabajo de reparto excelente, con los actores Louis Jouvet en el papel de obispo molesto, pero su colaboración culminó con Le quasi des brumes (1938). Gabin actua con Michèle Morgan e interpreta a un desertor del ejército que se enamora de una huérfana de diecisiete años en un muelle lleno de niebla, y que paga para obtener su momento de felicidad en una atmósfera saturada de derrotismo. El mismo tipo de romance condenado surge en Hôtel du Nord (1938), esta vez si Prévert y menos convincente. Sin embargo, Le jour se lève (1939) es, quizás, el ejemplo supremo del realismo poético. En esta película, Gabin interpreta el papel de un trabajador de una fundición que es empujado al asesinato por una seductora malvada, que reflexiona sobre su destino mientras la policía le espera. Todo ello en un momento en que la Alemania nazi estaba a punto de entrar en Francia, pero el legado del cine clásico de la nación sobreviviría y produciría la obra trascendente de Carné, Les enfants du paradis (1945).